Con su inconfundible aroma a azahar, mantequilla y azúcar, el pan de muerto, más allá que un alimento: es símbolo de memoria, de reencuentro y de amor. Cada bocado encierra siglos de historia, donde las culturas prehispánicas, la religión y la panadería mestiza se entrelazan para rendir homenaje a quienes ya no están. Su origen se remonta a antiguos rituales de ofrenda a los dioses y a los muertos. En tiempos prehispánicos, los pueblos del Altiplano ofrecían a sus deidades “panes” de amaranto y miel de maguey con figuras de mariposas o rayos llamados xonicuille, dedicados a la diosa Cihuapipiltin, protectora de las mujeres que morían en el primer parto. Fray Bernardino de Sahagún describió aquellos panes como “panes sin cal”, hechos de maíz seco y tostado, conocidos como yotlaxcalli.
Otros cronistas, como fray Diego de Durán, relataron que en las celebraciones a Huitzilopochtli se elaboraban ídolos de amaranto y miel que luego eran repartidos entre los asistentes. Aquel alimento, considerado sagrado, simbolizaba la comunión entre los vivos y los dioses. Con la llegada de los españoles, el sincretismo dio forma a lo que hoy conocemos como pan de muerto. Las técnicas del trigo y la levadura se mezclaron con las tradiciones indígenas de ofrenda, dando paso a una nueva forma de devoción culinaria: el pan redondo, suave y ligeramente dulce, cubierto de azúcar y decorado con huesos y lágrimas de masa que representan el ciclo de la vida y la muerte.
El texto original de este artículo de la Agencia Quadratín